lunes, 11 de junio de 2012

Renato de las Casas

“Al ascender por aquella empinada calle, mochila en mano, se dio cuenta de que el mar suele verse mejor a partir de las cinco de la tarde. Su teléfono no dejaba de emanar esa “música ligera”, aquella que no era demasiado difícil; sin embargo, no quería complicarse la vida en esos instantes, mucho menos con algo tan amado como lo es, para él, la música. Tiró la mochila sobre la arena, se quitó las gafas de sol y se sentó a buscar, entre los escombros que guardaba en su mochila, aquella vieja y trastocada laptop que ya no funcionaba como años atrás, pero que al menos lo dejaba escribir un poco. De la nada, como si de un piano se tratara, sus dedos comenzaron a moverse y escribió historias fantásticas, relatos breves, pequeños pensamientos; todos lanzados sin ningún tipo de orden aparente. Quizá era simplemente una vía de escape a tanto bullicio en la ciudad. Siguió buscando en su alforja y allí, entre los demás objetos, se hallaba su madre Paola.


Aquella mujer de fuego en los ojos, cabello lacio y negro, más negro que el abismo, que con el paso de los años fue desembocando en un rojo no tan natural, producto del abuso de los químicos de juventud capilar. Silueta de sirena, con un pecho poco prominente y que miraba a las estrellas. Caderas firmes, generosas, que invitaban al tacto —tanto que estremecen—. Sonrisa amplia y sin ningún tipo de vergüenza aparente; toda ella era un poema”.

Extracto de lo que me gustaría que algún día fuese, al menos, una novela corta.

Escribir algo, nunca me había costado tanto... Ocho meses, dos párrafos; pero una lección de por medio.

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